Cuando salí a pasear por mi barrio por primera vez tras nuestro encierro pandémico, me fascinó ver en qué poco tiempo la naturaleza había empezado a adueñarse de nuestro entorno. La hierba crecía salvaje saliendo por las verjas y por todos los recovecos posibles, los árboles invadían con sus ramas las aceras impidiendo el paso, todo parecía más agreste. Pensé que si diéramos tan sólo un respiro a la naturaleza, qué sencillo sería que la sanara por sí sola. Pero parece que no estamos dispuestos a dar ningún respiro. Los gobiernos, el ibex, los bancos, toda esa cúpula, se enorgullece de estar volviendo a “índices” prepandemia, nos animan a consumir sin remordimientos, como en unas olimpiadas en las que hay que superar las marcas anteriores con nuevos récords. El índice de vuelos, el de compras de viviendas, el de gasto en vacaciones…que todo vaya en alza es un logro, sin tener en cuenta las consecuencias nefastas que nuestro modo de vida tiene para el planeta. Nuestra omnipotencia no tiene límites.
Hoy, volviendo a pasear y a mis reflexiones, me asombra ver cómo este barrio, situado a las afueras de una ciudad cualquiera, se ha ido “revalorizando” con precios de viviendas absolutamente demenciales y con una actividad constructora que asusta. Poco a poco se van cercando campos, llenándose de carteles de próximas construcciones y dejándose ver las primeras maquinarias.
En un intento de recordar este barrio tranquilo y algo campestre, voy fotografiando lo que pronto engullirá la ciudad. La poca vegetación que queda sigue luchando por ocupar su lugar. En esa lucha entre naturaleza y hormigón, estamos convencidos de que saldremos ganadores…pero qué equivocados estamos. La naturaleza lleva aquí desde milenios antes de nuestra llegada, y permanecerá tras el último humano de nuestra civilización. No estamos preparados para convivir, ni parece que hayamos aprendido nada de nuestra historia.











